UN DÍA DE NOVIEMBRE

Por mucho que traten de convencerme de lo contrario sé, con absoluta certeza, que lo que pasó fue real, que no me lo imaginé. Guardo en mi memoria cada detalle. ¿Cómo olvidarlo si, de no haber sucedido, hoy no estaría aquí escribiendo estas líneas?

Ocurrió durante el descanso entre el primer y el segundo acto, en el Salón de los Espejos. Fue allí donde la vi. La estancia bullía de gente y a mí me daba la sensación de encontrarme dentro de un sueño; tal vez porque la luz, al reverberar, hacía que las figuras que se proyectaban sobre los cristales adquiriesen un cierto aire fantasmal.

El salón de los espejos.

Es sabido que, en nuestros tiempos,  muchos de los que acuden a las funciones de ópera lo hacen llevados por un deseo de ser y ser vistos y no por una evangélica devoción por el género; máxime si se trata de la inauguración de la temporada, como ocurría aquella noche, en la que aquella sala era en un mentidero en el que se intercambiaban chismes y, cómo no, se gestaban otros nuevos. Llegó un momento en el que los murmullos que llenaban el ambiente subieron tanto en intensidad que me pareció encontrarme entre una bandada de gallinas. Qué similares somos a veces los hombres y los animales.

Miré a mi alrededor y creí reconocer algunas caras. Desde el fondo del salón, una dama levantó la mano y me saludó. Así de lejos fui incapaz de reconocerla, si bien no cabía duda de que ella sabía quién era yo, pues no dejaba de agitar la mano. Al cabo de unos instantes fue abriéndose paso hacia mí entre la multitud. Llevaba un vestido azul intenso con detalles en blanco, que destacaba entre los trajes del resto de las señoras. Cuando se encontraba ya a pocos pasos deduje que debía de tener poco más de veinte años. 

Cuánto se parece mi hija... —pensé. 

Sus cabellos de azabache enmarcaban un rostro rubicundo y dulce que me sonreía. Iba sin maquillar. Al cuello, llevaba un collar hecho con la misma tela del vestido y adornado con perlas. Sostenía en su mano izquierda un bonito abanico de plumas, exactamente igual que otro que guardo en un cajón desde hace mucho tiempo. 

Disculpad —dijo—. Tenía que acercarme...

¿Quién sois? Perdonad si no me acuerdo de vos...

Es comprensible que no os acordéis de mi. Fue hace mucho tiempo... 

En ese preciso momento se escuchó la fanfarria (que más que un aviso parecía una carga de caballería) que anunciaba el fin de aquel primer receso. Se hacía necesario que cada cual volviese a su asiento. El mío, en el patio de butacas, se encontraba en una fila no apta para supersticiosos. 

¿Os encontráis mal? —aquella joven se había puesto, de repente, muy pálida.

No, no, yo... —apenas pronunció esas palabras se desvaneció. Pensé que, tal vez, era demasiado para ella la idea de escuchar de nuevo a un Guillermo Tell que ya había soltado algún gallo durante el primer acto. 

La gente se apresuraba a entrar de nuevo en la sala, y yo no podía comprender cómo ninguno de los que estaban cerca de nosotras se interesase por aquella pobre mujer. Por supuesto, me quedé con ella. Me senté a su lado en el suelo, apoyé su cabeza en mi regazo y me dispuse a darle aire con su propio abanico (yo no tenía). Pero los minutos pasaban y aquella dama desconocida no despertaba de modo que, muy preocupada, me levanté dispuesta a encontrar ayuda. De pronto, un colosal estruendo sacudió el edificio desde sus cimientos... 

Gritos de terror llegaban de todas partes. El público abandonaba la sala en tropel, como una marea incontenible. 

La gente huye.

¡Una bomba! ¡Una bomba! —la misma exclamación salía de muchas bocas, una y otra vez, como un terrorífico mantra. 

Vi a Pascual, un ujier al que conocía desde hacía muchos años y le intercepté.

 Pero ¿qué ocurre? ¡dime!

El pobre hombre lloraba a lágrima viva. Era incapaz de articular palabra. Al fin, dijo:

Una explosión... polvo, heridos, sangre… ¡hay mucha sangre!

Pero, ¿dónde...?

En el patio de butacas...

La explosión.

Sentí como si una mano me atenazase el estómago. Después de unos segundos, fui capaz de preguntarle:

¿A qué altura?...

Filas 13 y 14.

Por unos instantes, me quedé paralizada... Aquella joven, sin proponérselo, me había salvado la vida... Con el corazón agradecido, me giré para ver cómo se encontraba... Pero, para mi sorpresa, ya no estaba.

 ¿Has visto hacia dónde ha ido la muchacha que estaba conmigo?

¿Muchacha...?

Sí, has tenido que verla durante el entreacto. Si has pasado junto a nosotras y me has sonreído.

Os he visto, sí, pero estabais sola...

Sin duda, Pascual se había confundido. No era extraño que su memoria flaquease después de lo que acababa de pasar. Tal vez la muchacha se había ido a casa. Eso es lo que me dispuse a hacer yo.

La marea humana que lo llenaba todo y parecía tener entidad propia, buscaba con desesperación una salida. Sumergida por completo en la corriente, entre empujones y gritos, avancé por un pasillo hasta al final del cual estaba puerta principal. Cuando llegué al hall de entrada… no podía creerlo… Allí estaba la joven que, unos momentos antes, se había dirigido a mí, mirándome desde un lienzo que pendía de una pared… 

Detalle del cuadro. Pincha aquí si quieres ver el lienzo completo.

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