EL LEÓN DE SAN MARCOS
La gestación de "I due Foscari"
En 1843 Giuseppe Verdi y su colaborador, el libretista Francesco Maria
Piave habían considerado la posibilidad de gestar una nueva ópera basada
en "The two Foscaris", de Lord Byron, de quien Verdi era
un devoto lector. Propusieron este proyecto a La Fenice, que lo rechazó por la
referencia que hacía a las grandes familias venecianas que, como en el
caso de los Foscari, aún existían. Así, se dejó a un lado el proyecto, al menos
de momento.
Sin embargo y también en 1843, durante los ensayos de "Ernani" el empresario florentino Alessandro Lanari encargó a Verdi una nueva ópera, que habría de ser representada en el Teatro Argentina de Roma en el otoño de 1844. El maestro retomó entonces el proyecto basado en el mencionado drama de Byron. Los ensayos de "I due Foscari" comenzaron el 15 de agosto de 1844 bajo la dirección conjunta de Verdi y Piave. Concluida el 22 de octubre de 1844, la obra subió por primera vez a un escenario lírico el 3 de noviembre de 1844 en el Teatro Argentina de Roma con Achille de Bassini, Giacomo Roppa y Marianna Barbieri-Nini en los principales papeles.
Lugar, época y
personajes
La acción se desarrolla en Venecia, en 1457. Los personajes son:
- Francesco Foscari, Dux de la
República de Venecia (bajo).
- Jacopo Foscari, su hijo
(tenor).
- Lucrecia Contarini, esposa de
Jacopo Foscari (soprano).
- Jacopo Loredano, enemigo mortal
de los Foscari y miembro del Consejo de los Diez (bajo).
- Barbarigo, un senador (tenor).
- Pisana, amiga y confidente de
Lucrecia (mezzosoprano).
- Un asistente del Consejo de los
Diez (tenor).
- Un siervo del Dux (bajo).
Acto I
Antes de ver cómo se desarrollan los hechos, dejémonos envolver por la
bellísima introducción orquestal en la que se nos anticipan algunos de los
temas que caracterizarán después a los personajes.
Tras una brillante intervención del coro que nos habla del poder de la
República Veneciana, temida en todos los mares, vemos que Jacopo Foscari ha
sido conducido desde su exilio de nuevo a Venecia para responder ante el
Consejo de los Diez (como ya sabemos, por la carta escrita a Francesco Sforza).
Durante el tiempo que ha estado separado de la tierra que le viera nacer, el
sólo hecho de pensar en ella, de sentirla aún en la lejanía, hacía que para él
casi desapareciesen el exilio y el dolor... Tal es la mágica fuerza del cariño.
Cuando al fin contempla de nuevo su amada patria, la emoción que le
desborda sale a borbotones en una escena bellísima que comienza con un breve y
sentido recitativo, seguido de un aria intensamente conmovedora y de una airosa cabaletta llena de fuerza y coraje.
Mientras tanto Lucrecia Contarini, la torturada esposa de Jacopo, se desespera
en un intenso diálogo con sus damas, las cuales le aconsejan que trate de
refrenar sus lágrimas, pues éstas podrían aumentar la alegría de sus enemigos.
Lucrecia está decidida a acudir al Dux para pedirle no perdón, sino justicia;
está convencida de que el trono no puede haber hecho cambiar el corazón de
padre de Francesco Foscari. En un momento dado llega Pisana y, hundida,
comunica a Lucrecia la noticia de que el Consejo de los Diez ha decretado un
nuevo destierro para Jacopo.
A solas en sus aposentos privados, el Dux se enfrenta a las contradicciones que
le atormentan: por un lado, está su amor de padre y por otro su deber como
político, que siente como algo inquebrantable. Derrumbado sobre un sillón,
desahoga su dolor en un aria que dibuja perfectamente las tinieblas que
ensombrecen su alma.
Escuchad al increíble Leo Nucci, en una grabación de 2003, en la Scala de
Milán; fijaos con detenimiento en cada uno de sus gestos, en cada una de
las inflexiones de su voz... El tiempo, que vuela rápido, que no se detiene,
deja su huella en forma de canas, de huesos doloridos, de pasos lentos y
trabajosos... pero el corazón sigue latiendo como en la juventud, con el
mismo amor por aquellos a los que se quiere, con la misma pasión por vivir, por
sentir... Puesto que a sus ojos están ya secos, el Dux le pide a su corazón que
sea él el que llore en la intimidad de su pecho, para que nadie sea testigo de
sus lágrimas:
Al poco llega Lucrecia, con la rabia desprendiéndosele de los ojos y la boca.
Apela al Dux para que haga justicia, para que le devuelva a su esposo y revoque
la sentencia del Consejo de los Diez dictada, dice Lucrecia, únicamente por
odio y venganza. Foscari alega que aun siendo el Dux tiene las manos atadas. Entonces
su nuera le ruega que interceda por Jacopo como padre; quizá el llanto de ella
y las canas de él muevan a la piedad de los crueles decenviros.
Acto II
La introducción orquestal al Acto II es bellísima y a la vez sobrecogedora.
El diálogo sin palabras entre violín y violonchelo nos habla de oscuridad, de
soledad que se abate como una losa sobre el condenado... Enseguida se escucha
la voz de Jacopo Foscari que, a la espera de ser conducido de nuevo al
exilio, languidece en la prisión del Estado. En su ánimo se unen la
opresión que siente por la soledad pétrea de aquel lugar y la angustia por
la injusticia que están cometiendo con él. La escena está iluminada únicamente
por el tenue resplandor que entra a través de un tragaluz, desde la izquierda.
A la derecha, una larga y angosta escalera conduce al palacio, a los seres
queridos, a la vida. Jacopo, abatido por el peso del dolor, la rabia y la
impotencia está sentado, encogido sobre un banco.
La noche, que reina perpetua en aquel lugar, se le va llenando de horribles
visiones; son los espectros de los que, antes que él, sufrieron prisión allí.
De entre ellos se destaca Carmagnola (1) que, con la
decapitada cabeza sobre su mano izquierda, se acerca amenazadoramente hacia él,
con el brazo derecho extendido, señalándole y salpicándole con la sangre que
brota de su herida abierta. Jacopo, horrorizado, le pide que tenga compasión de
él, que no le maldiga pues él mismo, aun siendo hijo del Dux, ha sido
condenado. El pavor que le produce la visión de aquel espectro ahoga hasta tal
punto a Jacopo que se desmaya.
Aparece Lucrecia, que rápidamente desciende la escalera, temerosa de que su
marido, al que ve tendido en el suelo, esté muerto. Le abraza apasionadamente y
comprueba aliviada que su corazón late. El pobre Jacopo, cubierto de un sudor
frío y presa aún del delirio, cree que todavía se halla ante el temible
espectro de Carmagnola. Al comprobar que se trata de su amada esposa, respira.
Dado que aún no conoce la sentencia del Consejo de los Diez, cree que la visita
de Lucrecia no es sino un último adiós... quizá el verdugo le espera... Pero
no, Lucrecia le asegura que no van a ejecutarle, aunque le han condenado a algo
más terrible, a una muerte en vida: al exilio, y con él a la lejanía
de los seres queridos.
A mi entender, la esencia de toda esta escena, se verá reflejada en el
Acto III de una ópera posterior de Verdi y Piave: "La traviata".
En la soledad de su habitación, que para ella es como una cárcel, siente que la
muerte se cierne sobre ella; la situación cobra un tinte aún más dramático
cuando, por contraste, se escuchan las voces alegres de los parisinos que
celebran exultantes el carnaval. En "I due Foscari"
Jacopo y Lucrecia escuchan desde la celda de éste los ecos lejanos de los
gondoleros que cantan una pegadiza y encantadora barcarola. Igual que sucederá
después en la habitación de Violetta, mientras fuera se ríe, en aquella oscura
celda se muere.
Pero, ¡oh dicha inesperada!, los esposos reciben la visita del Dux que,
ahora únicamente como padre, ha acudido a ver al hijo que adora (2).
Jacopo no cabe en sí de gozo cuando su padre le dice que le quiere, que sólo
fingía rigor hacia él porque era su deber hacerlo. El Dux abraza tiernamente a
su hijo y a su nuera y, emocionados, los tres entonan un precioso trío.
Francesco Foscari, que sabe que es la última vez que podrá abrazar a su
amado hijo, trata de infundirle la fuerza que él mismo no tiene.
Con todo el dolor de su corazón, el Dux debe retirarse. En el momento en
que se dispone a hacerlo, aparece Loredano acompañado de guardias para llevarse
a Jacopo, a fin de que comparezca ante el Consejo de los Diez y le sea
comunicada su sentencia. Los esposos ruegan para que a Loredano le aguarde un
sufrimiento mil veces mayor que el que les está infligiendo a ellos.
Nos trasladamos a la sala del Consejo de los Diez, donde los consejeros se
están reuniendo. Comentan que la partida del reo no debe demorarse más, que la
justicia debe ser implacable y castigar sin más tardanza a Foscari, asesino de
Donato. Al poco el Dux hace su entrada, con paso abatido pero solemne. Ha
sido llamado por los consejeros, no sabe si para tormento suyo o de su hijo; de
cualquier modo, consciente de su deber asegura que, aunque no dejará de ser
padre en el corazón, en su rostro sólo se reflejará la actitud del Dux.
Entra Jacopo, escoltado por guardias. Triunfante, Loredano hace que se le
entregue un pergamino para que lea cuál ha sido su sentencia; aún califica al
consejo de clemente, puesto que pudiendo haberle ejecutado le ha concedido la
vida. Una vez más, el Dux aconseja a su hijo resignación... Quizá vuelvan a
verse pero será en el cielo.
Inesperadamente llega Lucrecia con sus dos hijos. Quizá al verlos la piedad
conmueva los duros corazones de los consejeros. Jacopo corre a abrazarse a sus
hijos y los tres, sollozantes, caen a los pies del Dux para implorarle piedad.
Ya que no pueda revocar la sentencia, Jacopo ruega a Francesco que haga de padre
de sus hijos. Por su parte, Lucrecia suplica que les sea permitido a ella
y a sus hijos compartir la suerte de su esposo; sin embargo, a pesar de las
amargas lágrimas de estos desdichados, Jacopo es conducido de nuevo bajo
custodia para que se prepare al fin su marcha de nuevo al exilio, solo (3).
Acto III
Cae la tarde suavemente sobre la plaza de San Marcos. Una ligera brisa mece
las aguas que, en su balanceo, emiten preciosos reflejos de plata. Al fondo,
como un lejano vigía, se distingue la isla de los Cipreses. Venecia, que
es hija, esposa y reina del mar, resplandece y sonríe a la alegría, al amor, a
la vida.
Poco a poco, el pueblo va acudiendo jubiloso para asistir a una regata que está
a punto de comenzar. Son gentes que cantan, que ríen, que ocultan divertidos su
identidad tras una máscara, con el espíritu de niños que jugaran a disfrazarse.
Entre todo este entusiasmo, vemos a Barbarigo y a Loredano, tenebrosos avisos
de que la alegría de los venecianos es sólo un frágil velo que nos ocultará
únicamente por unos instantes el trágico fondo de esta historia.
Loredano incita a los presentes a que, como es usual, la fiesta comience
entonando la acostumbrada canción. Se trata de la misma melodía cuyos lejanos
ecos llegaban a la celda de Jacopo, una inspiradísima barcarola, alegre,
graciosa, muy pegadiza, que desde la primera vez que la escuché me enamoró:
De pronto, la alegría general se rompe por un repentino sonar de trompetas
que, del mismo modo que el trueno anuncia a la tormenta, son la señal de que se
acerca la justicia del León de San Marcos (4). Jacopo Foscari sale
del palacio ducal flanqueado por guardias y acompañado de Lucrecia y de Pisana.
El corto camino hacia la galera que le espera en el puerto es el último tramo
que va a recorrer antes de partir a un nuevo y definitivo exilio. Las góndolas
han desaparecido del canal y la gente, temerosa, se ha apresurado a retirarse;
tan sólo Loredano permanece para acechar los últimos momentos que su odiado Foscari
va a pasar en Venecia y regocijarse así aún más en su venganza.
A Jacopo ya no le queda ninguna esperanza, ni aún la más remota. Se despide de
su esposa, viuda (la llama él) de un marido que aún no ha muerto. Pronto un mar
se interpondrá entre ambos y Jacopo expresa el anhelo de que sus aguas,
compasivas, se lo traguen; de este modo quedarían satisfechos el deseo de sus
enemigos y el suyo propio, que es dejar de sufrir. En vano Lucia trata de
quitarle tales ideas tenebrosas de la cabeza y apela al recuerdo de los seres
queridos que allí deja el infeliz: su padre, sus hijos, su esposa... Jacopo le
ruega que consuele el dolor de su anciano padre y que infunda en el corazón de
sus hijos la virtud, que les diga que es inocente y que se encontrarán de nuevo
en el cielo, donde quizá algún día hallen todos un consuelo para tanto
dolor.
Cuando Jacopo, escoltado por el sopracomito (5) y los guardias,
sube ya sin remedio a la galera, Lucrecia se desvanece en brazos de Pisana.
Loredano no cabe en sí de gozo.
Al mismo tiempo que esto sucede el Dux, a solas en sus habitaciones, se siente
superado por el sentimiento de culpa por no haber pronunciado una sola palabra
para salvar a su hijo y por el inútil peso que para él ha resultado la
corona; si al tiempo que posó ésta sobre su cabeza le hubiese
llegado la muerte, al menos habría tenido a todos sus hijos consigo para darle
un último adiós. Sin embargo ahora, al final de sus años, las atroces penas que
le acribillan, con tres de sus hijos muertos y el cuarto en el exilio, le
precipitan en absoluta soledad hacia el sepulcro.
De repente, llega precipitadamente Barbarigo portando un papel. Se trata de la
confesión de Nicolás Erizzo, noble veneciano que acaba de fallecer y que,
antes de morir, se ha revelado como único autor de la muerte de Emolao Donato.
Un súbito rayo de esperanza ilumina el corazón del Dux. El cielo piadoso ha
querido devolverle al último hijo que le quedaba... Sin embargo,
enseguida hace su aparición Lucrecia, completamente abatida... La
breve alegría del afligido padre se viene abajo cuando su nuera le dice que,
nada más emprender la marcha hacia el exilio, el infeliz Jacopo murió.
Desolado, el Dux se deja caer sobre un sillón. Por si todo esto fuera poco,
entra un sirviente y anuncia la visita del Consejo de los Diez, que desea
hablar con el Dux. Receloso, éste indica al sirviente que les haga entrar.
Exultante, Loredano anuncia el motivo de esta inesperada visita. Debido a sus
muchos años y al profundo dolor que le embarga, el consejo ha decidido otorgar
un merecido reposo a quien tantos y tan grandes servicios ha prestado a la
patria; así pues, se han llegado hasta allí para que Foscari les entregue el
anillo ducal. Ése es el generoso premio que tan altos señores han reservado al
viejo guerrero... Escuchemos a ese magnífico Francesco Foscari que es Leo
Nucci:
Toda la rabia, el dolor y la impotencia que hasta ese instante se habían acumulado
en el corazón del Dux estallan, y en un súbito y feroz impulso se levanta al
tiempo que asegura, desafiante, que ninguna fuerza mortal logrará
arrebatárselo. Dos veces en siete lustros, desde que ostenta la corona, quiso
el Dux abdicar y dos veces el Consejo se lo impidió; es más, se le obligó a
jurar que moriría Dux y un Foscari, asegura Francesco, no falta a su palabra.
Pero este arranque no es sino un "canto del cisne". Si el
último de sus hijos ha muerto ¿qué le queda? Obedecer, le replica el Consejo.
Vencido, Foscari entrega el anillo ducal a uno de los decemviros y hace llamar
a la infeliz viuda. Cuando Loredano hace ademán de quitarle el manto real,
Francesco, tajante, le detiene; será él mismo el que se despoje del resto de
atributos de la autoridad ducal, y no la indigna mano de Loredano. El que hasta
hace un instante era la cabeza visible del poder en Venecia se ha convertido en
un ser indefenso y desolado...
Cuando Foscari se dispone a marcharse, del brazo de su afligida nuera, repican
de fondo las campanas que anuncian al nuevo Dux. Y es ese lúgubre tañer, que
resuena por doquier y con especial fuerza en el corazón del anciano el que,
como una daga clavada en pleno corazón, le hace caer fulminado al suelo,
muerto.
(1) Francesco Bussone da Carmagnola fue un condottiero (mercenario) encarcelado, al igual que Jacopo Foscari, por traición a la república. Aunque el Dux se hizo amigo de él, fue condenado y decapitado el 5 de mayo de 1432.
(2) También Violetta recibirá, antes de morir, la alegría inesperada de la visita de su amado Alfredo.
(3) Pido disculpas porque, por más que he buscado, no he logrado encontrar en youtube el fragmento correspondiente a este sobrecogedor final del Acto II.
(4) El León de San Marcos, León Alado o León Marciano es la representación simbólica del evangelista San Marcos. Posee la forma de un León Alado, coronado con una aureola o nimbo. Suele representarse con un libro y una espada, sujetos con sus patas delanteras. El León de San Marcos ha sido el símbolo tradicional de Venecia, tanto de la antigua República como, en la actualidad, de la ciudad, de la provincia homónima y del Véneto (región del noroeste de Italia, cuya capital es Venecia).
(5) El sopracomito fue el título que, en la marina medieval y del
renacimiento, se dio al comandante de una galera o de una nave mercante. En la
armada veneciana, este papel estaba reservado exclusivamente a los miembros de
las clases sociales más altas, como un signo de consideración y al mismo tiempo
como un trampolín para una carrera exitosa en la administración de la
República.
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