ENTREMOS

Unos treinta minutos antes de que comience la representación se abren las puertas del teatro para recibir, como unos brazos abiertos, a los que esperamos ansiosos a la entrada. Entre murmullos de conversaciones y ruido de pasos, un río de gente va fluyendo hacia el interior del esplendoroso edificio. Dos ujieres galanamente uniformados se encargan cortésmente de verificar las entradas y de dar acceso al público.

El vestíbulo está iluminado por un mar de luces que nacen de las majestuosas lámparas que hay por todas partes. En seguida, la mirada queda atrapada en la impresionante escalera del fondo que, flanqueada en su arranque por dos bellas esculturas, serpentea hacia las estancias superiores. Su balaustrada forma unos dibujos tan delicados que parecen bordados en la propia piedra. Hay que subir, un piso tan sólo.

Escalera principal de la Ópera Garnier, París.
Gran escalera principal de la Ópera Garnier. Fuente: mujeresenparis.com.

Un tenue perfume de azahar flota en el ambiente. Por aquellos pasillos que parecen salidos de un palacio de cuento, los pies se hunden en una espesa alfombra roja. Da la sensación de que el tiempo se ha quedado atrapado entre esos muros. Es aquí. Entremos. El inefable perfume de azahar es ahora mucho más intenso. Parece desprenderse de cada rincón del acogedor habitáculo. Acomodémonos.

Poco a poco, los espectadores van ocupando sus asientos. El teatro está ya prácticamente lleno a rebosar. Desde los pisos superiores, asoman cabezas que tratan de abarcar este cielo lleno de estrellas que es la sala en estos momentos. Hacia la mitad del patio de butacas, un hombre se sienta con cara de infinito aburrimiento, mientras la mujer que le acompaña clava en él unos ojos inequívocamente amenazadores. Dos filas más atrás, una pareja ya entrada en años no para de mirar a su alrededor, con aire de niños asombrados y felices. Dichosos aquellos que, a pesar del paso de los años, conservan la ilusión que tuvieron en la infancia.

Mientras los instrumentos de la orquesta afinan sus voces, el murmullo ininteligible de las conversaciones se extiende por el aire como una nube. Poco a poco, la luz se va haciendo más tenue... El silencio se va posando, lentamente, sobre todo y sobre todos... Arropado por un gran aplauso de bienvenida el director cruza, ágil, el foso de la orquesta y sube a su atril. Desde allí, estrecha la mano del primer violín, hace un gesto para que los músicos se pongan en pie y con ellos, girado hacia el público, agradece con una sonrisa y una reverencia la calurosa acogida. Por fin, se coloca de cara al escenario. A telón aún echado, batuta en mano, se dispone a hacer que suenen las primeras notas, con un gesto similar al de un mago que agita su varita.

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